
Dios no se engaña: Él ve todo lo que somos, lo que hacemos y lo que pensamos. ¿A quién queremos engañar al proclamar pertenecer a Él mientras persistimos en el pecado, ocultándolo tras una fachada espiritual? El verdadero creyente, al confrontar su pecado con sinceridad, reconoce su separación de Dios y experimenta un momento liberador: “Gloria a Dios, estoy lejos de mi pecado”—y ese reconocimiento marca el inicio de la transformación.
El camino que Dios espera no se limita al reconocimiento interior: implica un alejamiento activo del pecado. Solo quien se aparta de la iniquidad puede invocar correctamente el nombre de Cristo y ser considerado por Él. Invocar significa llamar con reverencia a un poder supremo buscando auxilio o protección; eso solo tiene valor cuando se hace con pureza, sin cadenas que lo entorpezcan.
Cumplir los mandamientos, vivir en obediencia y alejarse de la maldad son los frutos visibles de una fe genuina. Al hacerlo, nuestro corazón queda sellado por el Señor, identificado como suyo, y estamos habilitados espiritualmente para invocarlo, ser escuchados, y vivir conforme a nuestro propósito divino.
El sello de Dios no se basa en profesiones vacías, sino en una vida transformada que reconoce el pecado, se aparta de él y persevera en obediencia. Cuando nos acercamos a Dios con corazones limpios, Él nos reconoce como suyos, nos escucha y nos capacita para continuar en sus caminos. Que este texto nos inspire a vivir con integridad espiritual, alejándonos del pecado y acercándonos al amor incondicional de nuestro Señor.
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